Era verano, por ahí por el 95. Mi familia y yo, disfrutábamos de una tarde de playa en Pelluhue, específicamente en el sector de la “piedra rota”.
El sol era un tanto pretencioso. Se mostraba de vez en cuanto, ocultándose gran parte del día tras las nubes. Pero esta “frialdad” no afectaba nuestra temperatura. Se mantenía alta. Muy probablemente por los juegos, las corridas, el saltar y brincar. No lo recuerdo bien.
En la playa, en nuestro espacio de relajo, había unas frazadas y algunas ollas con comida. Ocho vasos de colores con sus respectivos platos y cubiertos, algunos de diferentes formas, pero todos totalmente útiles, estaban dispuestos para los comensales.
Recuerdo que jugaba con mis hermanos a recolectar “chanchitos de mar” (después supe que se llaman emerita análoga).
De reojo miraba a mamá y papá, pero también las olas.
El solo hecho de sentirme observado por ellos, me “hacía estar bien, estar seguro”.
De pronto, en un momento, una ola inundó un sector de las rocas. Corrí con toda mi fuerza y saqué un puñado de arena. Pensaba rescatar mi botín, para luego correr a la zona seca y esparcir para recolectar mi tesoro. Pero, no pudo ser así.
Otra ola me golpeó tan fuerte, que me derribó.
Mientras peleaba contra el agua, acertando golpes a algo sin forma y sin lograr destrabarme, comencé a ser atrapado mar adentro.
Recuerdo que lo salado y lo arenoso de mi contendor, ahogaba mi clamor. Clamaba sin poder clamar.
En un descuido del furioso mar, me descolgué y comencé a bracear y a intentar salir. Buscando algo firme.
Querido CADEC, ¿Alguna vez han intentado clamar sin poder clamar? Cuándo ese grito de auxilio, es silenciado. ¿Han intentado buscar la vida, en lo difuso, lo etéreo, en lo impalpable?
La fuerza de las olas, despejaron roqueríos hasta hace momento, ocultos por la arena.
Me aferré a ellos, dejando la piel. Pero ese dolor lo valía. Ese dolor me recordaba que aún había vida en mí. Había una posibilidad.
Apreciado CADEC, ¿Cómo aferrarse a estas rocas? ¿Quién o quiénes son estas rocas?
Levanté mi cabeza e intenté abrir mis ojos. Como buscando algo, a alguien. Buscando a quienes, hasta hace un rato, había estado mirando de reojo.
Una figura difusa se acercó y simplemente me tomó.
Sentí su piel y su aroma.
Era mi padre.
Apreciado Colega, nuestro Dios, nuestro Padre siempre estará ahí. A tu lado, al mío.
Seguramente hemos tenido, y tendremos, momentos en los que nuestros sentidos, buscarán lo brillante, desviando nuestra atención de lo importante. Tendremos momentos en los que siquiera podremos clamar, pero ¡Tranquilos! De nuestros ojos, nunca se apartarán los suyos.
¿Saben por qué? Porque Dios sabe, Dios oye y Dios ve.
Un abrazo afectuoso
Félix E. Jara Retamal.
Director
Colegio Adventista de Concepción